Dedicatorias

(A Patricia)
La tía Violeta era la típica viejecita menuda, risueña y encantadora. Vivía sola en un piso del barrio antiguo, uno de esos pisos de los años treinta dotado de un larguísimo pasillo embaldosado por el que se suponía que transitaba un espectro… Al menos eso suponíamos nosotros, sus sobrinos-nietos, que organizábamos alocadas carreras en busca de ese fantasma cuando nos juntábamos todos y casi nos cagábamos de miedo cuando teníamos que recorrerlo a solas.
La tía Violeta tenía una gata que se llamaba Pandora y un canario muy cantarín a quien a causa de su afición por los trinos denominábamos Puccini. A la tía Violeta le gustaban mucho los niños y nos reunía a menudo en su casa. Preparaba meriendas con coca-cola y medias noches de jamón y queso, fiestas de disfraces y piñatas. Luego nos hicimos grandes y dejamos de visitarla y ella se quedó allí, sola, en su piso de larguísimo pasillo, con su gata y su canario, cada día más arrugada y más vieja, pero no más desanimada. Acostumbraba a pasar las horas sentada en una mecedora muy cerquita del balcón que siempre mantenía abierto, en invierno y en verano, y repleto de macetas con enredaderas, fucsias, geranios, begonias, pensamientos, crisantemos, violetas, petunias y plantas aromáticas. La tía Violeta leía en su mecedora. Leía sin tregua. Le gustaban mucho Dumas y las hermanas Brontë, y Víctor Hugo, y Balzac, y Maupassant, y Flaubert, y Stendhal, y Tolstoi, y Turgueniev, y Baroja, y Galdós, y Julio Verne, y las Leyendas de Bécquer.
Lo cierto es que cuando murió y fuimos a recoger sus cosas por aquello de la herencia, mi hermano y yo pudimos comprobar que la tía Violeta había sido propietaria de una nutrida biblioteca.
Pedro y yo revisamos sus volúmenes, todos ellos forrados con preciosos pliegos de papel de aguas e identificados con una etiqueta donde lucía, primorosamente caligrafiado en tinta de color violeta, el título del libro y el nombre del autor. A mí me daba por imaginar, entonces, a la tía Violeta forrando amorosamente cada libro leído con ese papel de aguas. Tardes y tardes forrando libros y caligrafiando con tinta violeta etiquetas con títulos y nombres de autores. Y he de reconocer que imaginarla afanada en una ocupación tan pulcra y tan bella me daba mucha ternura y me hacía sentir una punzada de sana envidia. ¡Qué mujer más especial había sido la tía Violeta! Sin duda, un ser lleno de romanticismo…
Pero quizá el hecho más asombroso relacionado con el inventariado de su biblioteca  fue descubrir que todos los libros le estaban dedicados a ella… ¡y por el propio autor, ni más ni menos! Balzac, por ejemplo, le brindaba Eugenia Grandet con la familiaridad de un viejo amigo: “Para la querida y linda Violeta, mi lectora favorita”. Dumas, en la primera página del ejemplar de El conde de Montecristo aludía a la “sugestión de sus ojos oscuros de odalisca” y Víctor Hugo, en Los Miserables, a la “blancura de espuma de sus manos delicadas”.
Dedicatorias… las había a cientos, una en cada libro, redactadas, en su mayoría, con el mismo tono entre familiar, cursi, poético y cariñoso.
Y ahora me veo en la obligación de añadir que todas esas dedicatorias tan íntimas estaban caligrafiadas con la misma letra cuidadosa y la misma tinta de color violeta que adornaba las etiquetas de los tomos. ¡Ah! ¡Qué pícara ingenua, la tía Violeta!









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