I. Murphy o el pesimismo
Sobre mi mesa de trabajo hay un flamante calendario de la ley de Murphy que alguien me regaló las últimas navidades y raro es el día que olvido pasar de hoja para leer la ley, comentario, máxima, teorema, extensión o corolario correspondiente. Las hay de contenido tan jugoso que, invariablemente, me obligan a esbozar una sonrisa. Cito alguna a continuación:
· Día 1 de enero. Ley de Murphy:
Si algo puede salir mal, saldrá mal. (Este es el enunciado más clásico de la ley, el que casi todo el mundo conoce).
· Día 18 de febrero. Ley de Evans y Bjorn:
Sea lo que sea lo que salga mal, siempre hay alguien que ya sabía que pasaría.
· Día 3 de marzo. Teorema Sobre el Autobús:
Si usted está esperando un autobús, este llegará inmediatamente después de que se encienda un cigarrillo. (¿A quién no le ha ocurrido eso más de una vez, eh? Todos sabemos que “encender un cigarrillo” resulta una buena manera de conseguir que llegue, por fin, el dichoso autobús).
· Día 14 de abril. Ley Sobre las Reuniones:
La reunión empieza puntual solo cuando usted se retrasa.
· Día 20 de junio. Ley Sobre la Comezón de la Nariz:
Cuanto más pesado es el paquete y mayor la distancia a la que tiene que ser llevado, más fuerte es la comezón en la nariz.
· Día 16 de julio. Ley de Langer Sobre las Colas:
Si la cola avanza con rapidez, estará en una cola equivocada.
· Día 3 de agosto. Comentario de Castleton:
Errar es humano; echarle la culpa a otra persona es Política.
Podría seguir y seguir hasta llegar a transcribir los trescientos sesenta y cinco aforismos de mi calendario, incluido, por supuesto, aquel que predice que el número de probabilidades de que la tostada caiga por el lado de la mantequilla es directamente proporcional al precio de la alfombra. Pero no quiero aburrir a mis amables lectores. Aunque… reconózcanlo: ¿a qué se han sentido identificados al menos con una, con tan solo una de las diferentes expresiones de la famosa ley que nos ocupa? Todas ellas representan una visión tan certera, tan inteligentemente sarcástica acerca de los avatares humanos que nada puede parecernos más real que la ley de Murphy. Y, sin embargo, yo sostengo que esa ley, como tal, es una falacia.
Comencemos por el principio. ¿Se ha preguntado alguien alguna vez quién es -o fue- el tal Murphy y en qué condiciones enunció la ley que lleva su nombre? Bueno, consultemos la Wikipedia para enterarnos de que Edward A. Murphy Jr., un ingeniero de desarrollo que, allá por 1949, trabajó durante un breve periodo de tiempo en experimentos con cohetes para la Fuerza Aérea de Estados Unidos, ni siquiera fue quien la formuló. La ley de Murphy es solo el resultado de la “interpretación afortunada” de terceras personas ante una expresión de enfado proferida por nuestro malhumorado Edward al constatar un fallo en la conexión de los cables durante una prueba de simulación de resistencia a la desaceleración de las fuerzas G realizada con un chimpancé. Parece ser que el ingeniero Murphy, echándole la culpa de lo sucedido al operario de turno, farfulló algo así como: “Si una persona tiene la posibilidad de cometer algún error, seguro que lo hará”. De esta anécdota se desprende que Edward Murphy era una persona arrogante y poco popular. Su comentario fue repetido y tergiversado cómicamente por sus subordinados que, no obstante su animadversión, tuvieron el acierto de preservar el principio esencial que subyace al espíritu negativo de su antipático comentario. Y, como bien sugiere la ley del Efecto Rebote (Día 20 de abril: Si esperas que se cumpla la ley de Murphy, entonces todo sale perfecto), los inventores del programa de experimentos tuvieron en cuenta lo sucedido y pusieron en práctica eso que ahora se llama “diseño defensivo”, que consiste, más o menos, en prevenir ese tipo de errores proyectando los componentes de un sistema de manera que solo puedan ser utilizados del modo correcto. Para que se entienda con claridad: el tamaño y la forma de la boca del depósito de combustible de nuestro coche solo nos permite repostar con gasolina del octanaje adecuado, ya que de otro modo el motor resultaría dañado.
Esto en cuanto a las consecuencias técnicas de aquella pequeña perogrullada.
Pero, ¿y en cuanto a las consecuencias filosóficas? Porque realmente, como demuestra la ingente cantidad de leyes, comentarios, teoremas y corolarios que figura en los calendarios de la ley de Murphy editados año tras año, su eco no ha dejado nunca de resonar… a pesar del hecho cierto de que ninguna ley de probabilidad matemática nos autorice a pensar que la tostada vaya a caer, indefectiblemente, por el lado de la mantequilla. Hagan la prueba. Quizá, si introducen pequeñas variaciones involuntarias en el experimento, como puede ser la altura o la velocidad a la que cae la tostada… Pero si todos esos factores permanecen constantes, el número de probabilidades positivas y negativas tenderá a equilibrarse.
Si han tenido la paciencia de leer toda esta perorata, sabrán al menos dos cosas ciertas:
1. Que la ley de Murphy no es una verdadera ley, sino una suerte de compendio popular de reflexiones formuladas con tintes de negra ironía.
2. Que Murphy no fue su autor. Como mucho lo dejaremos en inspirador.
La única verdad que contiene, pues, ese conjunto variopinto de sentencias mal llamado ley de Murphy radica en lo inconsistente de la naturaleza humana. Da igual cuántas veces nos sonría la fortuna. Eso lo consideramos “normal”. No le damos importancia a las cosas cuando nos salen bien. Estamos sanos y bien alimentados, rodeados de seres queridos y amigos, con un techo sobre nuestras cabezas y un lecho donde descansar. Es lo “normal”. No le damos importancia. En realidad, solo apreciamos todos estos “dones” cuando no están. Inconsistentes y egoístas, como digo, tendemos a ver siempre la botella medio vacía. Fijamos con más firmeza en la memoria las impresiones negativas porque nos creemos con derecho a obtener siempre lo mejor. Así que solo solemos recordar las veces que la tostada ha caído por el lado de la mantequilla, sobre todo si ha ensuciado una alfombra de gran valor.
Vanidosamente, entre todos, hemos formulado una “ley” muy ingeniosa que nos explica por qué, la mayoría de las veces, las cosas salen “mal”. ¡Ah! ¡Es que es por culpa de una ley! ¡Sí, claro, la ley de Murphy! Y ya podemos sentirnos inocentes. Y consolados. Y secretamente complacidos. Porque, hagamos lo que hagamos, una ley dice que si algo puede salir mal, saldrá mal. Y el “agorero”, el “cenizo”, el “malpensado”, a posteriori siempre podrá decir que él ya lo avisó.
Pero seamos honestos: todo este rollo de Murphy no es sino un principio de apreciación unilateral que pone el énfasis en lo negativo. Y, sin embargo, lo cierto es que hay otras formas de considerar la cuestión. Veamos alguna de ellas.
II. Cándido o el optimismo
· Día 31 de diciembre. El Rompecabezas del Cardenal:
Un optimista cree que vivimos en el mejor de los mundos posibles. Un pesimista teme que esto sea verdad.
Mediado el siglo XVII nacía en Leipzig el filósofo y matemático Gottfried Wilhelm von Leibniz, a quien probablemente conocerán por ser el autor de la teoría atomista de las mónadas y el descubridor del sistema binario, en el que se fundamentan todas las arquitecturas de los sistemas actuales de computación.
Hombre de vastísima cultura y de arraigadas creencias religiosas, Leibniz afirmó en su Teodicea que vivimos en “el mejor de los mundos posibles”. Claro que para nuestro filósofo solo se trata de un enunciado de carácter matemático y no moral. Podemos imaginar a Leibniz, dotado de una mente preclara y racional, llegando a la elegante y simple conclusión matemática de que entre el infinito número de combinaciones de mundos existente en el universo, Dios, Supremo y Perfecto Planificador, ha elegido precisamente esta por ser la más estable y armoniosa entre todas, por su equilibrio entre variedad y homogeneidad. Vivimos en el mejor de los mundos posibles sin entender por “mejor” un modo moralmente bueno, sino probabilísticamente bueno.
Naturalmente que esta afirmación, de innegable contenido ingenuo, podía ser malinterpretada y desnaturalizada, como así ocurrió. Y tal honor correspondió a otra de las grandes cabezas pensantes de aquel siglo. Me refiero a François Marie Arouet, el inefable Voltaire.
Pero intentemos explicarlo en su contexto adecuado.
Ya hemos dicho que Leibniz, además de pensador, fue matemático y que a él se le deben los fundamentos de nuestro lenguaje informático. Lo que no hemos dicho hasta ahora es que también se le atribuye el descubrimiento del cálculo infinitesimal, independientemente de Newton, y que su notación —la notación propuesta por Leibniz— es la que se emplea desde entonces. Llegados a este punto debemos añadir, además, que Newton fue un hombre de carácter muy desagradable y huraño, lo que hizo que terminara enemistándose con casi todos los científicos de su época. Celoso, quisquilloso, maleducado, maniático hasta extremos inconcebibles… Y, sin embargo, Voltaire le profesaba una gran admiración. Tanta, que deseaba hacerle un poco la pelota. Y, como quiera que en aquel momento se planteara una agria disputa entre quienes atribuían la autoría del descubrimiento del cálculo a Newton o a Leibniz, Voltaire tomó partido por su favorito ridiculizando para siempre las teorías de su rival en la famosa novela titulada Cándido, o el optimismo.
El argumento de Cándido es bien conocido y no vamos a exponerlo aquí. Baste decir que la novela relata las trágicas y desafortunadas peripecias de un joven que, sin embargo, se aferra hasta el absurdo a la máxima “Todo lo que ocurre es lo mejor que puede ocurrir, porque vivimos en el mejor de los mundos posibles y nada puede ser de otro modo”, inculcada por su preceptor, el ilustre filósofo Pangloss (léase Leibniz).
Nadie como Voltaire para satirizar y derrotar a un oponente intelectual (a Montesquieu, a Rousseau, al mismo Leibniz) a través de páginas geniales. Nadie como Voltaire para destilar la quintaesencia de la naturaleza humana y ofrecernos, condensada en su ilusorio alambique, la imagen de un Cándido abrumado y atónito por las calamidades que se suceden sin cesar en “el mejor de los mundos posibles”. Nadie como Voltaire para proponer al fin, con humildad, que “cada cual se ocupe de cultivar su propio jardín”. Puede que la cita sea apócrifa, pero resume con bella simplicidad el mensaje intemporal que nos ha legado en su Cándido.
Por supuesto, Voltaire nada sabía de Murphy. Pero sospecho que, conocedor de que tan solo se trata de “un punto de vista”, se habría sentido igualmente subyugado por el juego del ingenio y habría contribuido, con ese ardor un poco cínico pero apasionado que le caracterizaba, a enriquecer las hojas de mi calendario. Y creo que no habría desdeñado bosquejar sus pensamientos en un vulgar almanaque.
Cándido y Murphy representan dos modos extremos de concebir el mundo y, por lo tanto, ninguno es correcto y los dos lo son. Entre el optimismo ingenuo de uno y el pesimismo perverso de otro debería existir un punto de equilibrio, algo que nos explicara el porqué de esa eterna oscilación entre la exaltación y la amargura, entre lo blanco y lo negro, que es propia —y le es fructífera— del animal humano.
III. ¿Murphy y Cándido se reconcilian?
Parafraseando a Voltaire, eso ya es cuestión de cada cual. Recetas hay para todos los gustos. La mayoría de las grandes corrientes de pensamiento de los cuatro puntos cardinales, del pasado y del presente de nuestro pequeño planeta, se han ocupado de ello y, sin embargo, sigue siendo una cuestión vigente por insoluble. Los orientales han creído hallar la senda de la sabiduría en el justo medio, a través del reduccionismo, de la simplificación, de la sobriedad, de la renuncia… desde Confucio a Buda, pasando por el Tao y el sintoísmo. Nosotros, los occidentales, hemos divagado por los meandros del estoicismo y del hedonismo para llegar a las orillas del racionalismo, del idealismo, del empirismo, del vitalismo o del existencialismo. ¿Para qué? ¿Como tributo a nuestra fragilidad? Prisioneros del tiempo y del espacio… eso es lo que somos. Cautivos de una dimensión que no llegamos siquiera a imaginar. Atrapados en el filo de un Presente que se desdibuja a cada instante para convertirse en Pasado y en Futuro, pues ambos se nutren uno de otro como dos ávidos reptiles devorándose entre sí.
Y allí estamos, en ese lapso, apenas un bostezo aburrido de alguna terrorífica deidad cósmica, suspiro de polvo de estrellas, llama que se enciende trémula y, después, se extingue en la nada. Afanosos y ufanos tras la fórmula de la secreta Armonía… cuando tan solo somos hijos de Caos y como Él –y como Todo— sucumbimos ante la cruel Entropía.
Entropía. Bello nombre para designar a la Bestia. Vuelta, giro, cambio, transformación. Medida del desorden de un sistema, medida de la degradación de la energía, medida —si se quiere expresar así— de la pérdida, de todas las pérdidas inquebrantables e irreparables. ¡Dramática y terrible entropía!
Porque existe una ley —una verdadera ley— que nos dice que nada se crea ni se destruye, que la materia (y por tanto la energía) solamente se transforma. Pudiera parecernos un regalo de los dioses. Un don. Pero no es así. La energía es un caudal inagotable. Pero al transformarse SE DEGRADA. Y en esa degradación hay una cualidad irreversible.
A finales del siglo XVIII un insigne químico francés, Antoine Lavoisier, constató al quemar un leño en su laboratorio que, si bien la madera se había consumido y reducido a cenizas, la suma del polvo obtenido, del humo y del calor de la combustión, equivalía a la masa inicial del pequeño tronco. “Se ha producido una alteración cualitativa, pero la cantidad de masa ha permanecido estable”, observó tras hacer la medición oportuna. Solo que Lavoisier nunca hubiera podido realizar la operación contraria, es decir, reconstruir el leño a partir del polvo, el humo y el calor de la combustión. Nadie ha visto jamás que un jarrón de porcelana roto se recomponga de forma espontánea. Aun recuperando tras el estropicio todos los fragmentos habrá que usar pegamento y el resultado nunca será el mismo. No pasará de ser una chapuza. Será la misma cantidad de masa pero nunca volverá a ser el jarrón de antes.
Un hada madrina nos concede un don —ese caudal inagotable de energía— y creemos poseerlo todo y haber alcanzado la felicidad, pero a las doce en punto el reloj desgrana lentamente sus campanadas y aquello que nos pareció maravilloso se convierte en polvo y tedio gris. La magnífica carroza se desintegra y solo es una vulgar calabaza.
Por eso la afirmación de Edward Murphy parece funcionar de forma universal. Podemos obtener energía —y trabajo— con la condición inexcusable de que una parte de esa energía se degrade de modo irreparable, pasando a engrosar el impuesto del señor Caos. Por eso, también, la flecha del tiempo se dirige siempre, inexorablemente, hacia delante. Ya saben… no podemos recomponer los pedazos rotos a menos que hagamos trampa y usemos pegamento. La cuota de Caos debe aumentar y aumentar. El orden se desordena (a menos que intervenga más energía, en cuyo caso el desorden deberá aumentar y aumentar en otro lugar). Tremendo. Y cierto.
Somos hijos de Caos y a él debemos volver. Nosotros y nuestras obras.
Pero… ¿Dije cruel al referirme a la Entropía? ¿De veras lo dije? ¡No! ¡No es así! Quizá pueda parecer cruel, pero ¡es hermosa! Porque si no hubiera cambio, permutación, transformación, contingencia, vuelta, giro, pérdida… crisis, en suma, nada, NADA sería posible. Un universo inalterable sería eso, inalterable, sin posibilidades. Y por eso nuestro Cándido realmente vive en el mejor de los mundos posibles.
En cuanto a mí, me quedo con lo dicho por Voltaire: “Que cada cual cultive su propio jardín”, que no es poco.
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