El señor XXX se desperezaba en su camarote de la estación espacial LAR-3 después de un reparador sueño de 7 horas. Allí, en el borde exterior de una galaxia muy alejada de su planeta natal, no existían la noche y el día pero al señor XXX le complacía siempre, al despertar, establecer una fecha para sentirse orientado. Consultó la pantalla de su microprocesador de pulsera: 16 de mayo de 7960. Bien, un día como otro cualquiera, se dijo, e inició su ciclo de vigilia que consistía, básicamente, en observar y estudiar un curioso planeta llamado Tierra.
Tierra era un planeta yermo y radiactivo. Sin embargo, el señor XXX había detectado en él la existencia de vida inteligente. Claro que no se trataba de vida biológica, pues esto era técnicamente imposible dado el altísimo nivel de radiación que emitía el planeta. No, se trataba, más bien, de inteligencia incorpórea, de una especie de aura que, tejida como una red invisible pero plagada de información, envolvía ese mundo remoto y estéril. El señor XXX la denominaba “eco” y pensaba, bastante acertadamente, que se trataba del único vestigio dejado por una civilización perdida en la noche de los tiempos. Un eco inteligible codificado en sistema binario: la blogosfera.
El señor XXX podía transcribirlo y, de hecho, esa era su principal ocupación durante sus ciclos de vigilia, de modo que se iba formando una idea muy particular acerca de los seres que habían creado la blogosfera. A menudo los calificaba de paradójicos, contradictorios, perversos, sensibles pero crueles, locos, egoístas, insensatos; en definitiva: ángeles y demonios. Pero no podía evitar sentirse atraído por toda la belleza, la imaginación, el pensamiento, la poesía, el sentido del humor y la riqueza vibrante que albergaba ese eco llamado blogosfera. Y terminaba por decirse que, después de todo, aquellos seres tan “raros” le gustaban mucho.
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