Náufragos II (la misma historia de antes con otro final)



Jaume Torrella siempre quiso ser náufrago. Se hizo marino para poder ser náufrago y en sus viajes siempre buscaba, incansable, esa isla remota y perdida donde naufragar. Por fin la encontró, apenas un atolón de coral en los mares del sur, y, una vez encontrada, naufragó. Fue un naufragio feliz. Un destierro voluntario para poder vivir en la más absoluta soledad. Pescaba, meditaba, contemplaba el ir y venir de las olas lamiendo con dulzura la arena blanca de la playa, tomaba el sol y nadaba. Por las noches encendía una fogata y miraba las estrellas hasta quedar dormido. Así, un día tras otro, hasta que una mañana radiante una ola depositó a sus pies un objeto extraño. Una botella de cristal opaco que albergaba en su interior el mensaje de otro náufrago.
Jaume Torrella tomó la botella entre sus manos y la examinó. A falta de corcho, estaba precintada con un rudimentario pero eficaz tapón fabricado con lianas y hojas de palma. Durante algunos segundos la curiosidad casi le llevó a claudicar y estuvo a punto de quitar el tapón y extraer el mensaje, imaginando que leía su contenido. Pero la tentación duró solo eso, algunos segundos, transcurridos los cuales Jaume volvió a ser consciente de la magnitud de su proeza. Era un náufrago voluntario. El náufrago feliz. El náufrago perfecto. Siempre había querido serlo. El nuevo Robinson, pero sin Viernes. Siempre sin Viernes. Sobre todo sin Viernes. Sin debilidades, sin arrepentimientos, sin posibilidad de retorno.
            Entonces Jaume Torrella arrojó al mar, lejos de sí, la botella de cristal opaco que albergaba en su interior el mensaje de otro náufrago. Y siguió pescando, meditando, contemplando el ir y venir de las olas lamiendo con dulzura la arena blanca de la playa, tomando el sol y nadando. Y encendiendo por las noches una fogata para mirar las estrellas hasta quedar dormido, feliz en su atolón de coral de los mares del sur. En perfecta armonía y soledad.
   

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