Jaume Torrella siempre quiso ser náufrago. Se hizo marino para poder ser náufrago y en sus viajes siempre buscaba, incansable, esa isla remota y perdida donde naufragar. Por fin la encontró, apenas un atolón de coral en los mares del sur, y, una vez encontrada, naufragó. Fue un naufragio feliz. Un destierro voluntario para poder vivir en la más absoluta soledad. Pescaba, meditaba, contemplaba el ir y venir de las olas lamiendo con dulzura la arena blanca de la playa, tomaba el sol y nadaba. Por las noches encendía una fogata y miraba las estrellas hasta quedar dormido. Así, un día tras otro, hasta que una mañana radiante una ola depositó a sus pies un objeto extraño. Una botella de cristal opaco que albergaba en su interior el mensaje de otro náufrago.
El mensaje era un poema que hablaba de la soledad de ser náufrago en un atolón de coral en los mares del sur. A Jaume Torrella le gustó. Lo leyó muchas veces a la luz de la fogata nocturna. Lo leyó tantas veces que se lo aprendió de memoria. Y por primera vez en mucho tiempo sintió un vago sentimiento de nostalgia.
Aquel no fue el único poema que el mar dejó a sus pies. Cada veintiocho días la marea depositaba en la arena una nueva botella de cristal opaco que contenía un poema, un poema que hablaba de la soledad de los náufragos en un atolón de coral de los mares del sur.
Casi sin darse cuenta, Jaume Torrella fue acoplando los ritmos de su vida solitaria a la espera de esas botellas de cristal opaco, de esos poemas que cantaban la soledad de los náufragos, de todos los náufragos naufragados en alguna isla de los mares del sur.
Un día la botella no llegó. Pasó un ciclo de veintiocho días y la botella no llegó. Pasó otro, y otro, y otro, y la botella nunca llegó. Jaume releyó una y mil veces los viejos poemas. Sintió nostalgia. Sintió dolor. Sintió que verdaderamente estaba solo... Y sintió, también, que había llegado el momento de partir.
(Ilustración de Howard Pyle)
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