Anne Moore

(Un extraño homenaje a Roberto Bolaño)

Sara Señet fue mi mejor amiga del colegio (un colegio de la Sección Femenina, años 60 y 70 del siglo XX) hasta los catorce. Después nos perdimos la pista. En el colegio al que acudíamos solo se impartían cursos hasta finalizar el bachillerato elemental que coincidía, más o menos, con esos catorce años cumplidos. La mayoría de las niñas de entonces dejaba de estudiar. Muchas empezaban a trabajar de dependientas en algún comercio, de administrativas en alguna empresa, de costureras, modistas o peluqueras, o terminaban dedicándose a sus labores y después casándose y llenándose de hijos. Muchas, también, cambiaban de centro, estudiaban el bachillerato superior y luego iban a la universidad, a estudiar Magisterio, Filosofía y Letras, Derecho, Enfermería (las más) o Medicina, o alguna carrera de Ciencias (las menos). El caso es que Sara y yo nos perdimos la pista a los catorce años. Yo fui de las que terminaron por aterrizar en la facultad de Filosofía y Letras y no supe nada de Sara durante más de treinta años. Al cabo de ese tiempo me la encontré un día en la calle, sentada en una silla de ruedas, enferma, desmadejada… Una silla que empujaba un chico guapísimo (ahora ya casi cincuentón pero todavía guapísimo) que nos había sorbido el seso a todas las condiscípulas durante el último curso escolar compartido. Su marido. Ese día, treinta y pico años después de vernos (nosotras) por última vez, nos reconocimos al instante y los dos (ella y su marido), con sinceridad y valentía, me explicaron que Sara padecía una extraña enfermedad degenerativa. A partir de entonces volví a frecuentarlos mucho. Me invitaron a comer y a cenar a su casa. Yo les invité a la mía. Luego Sara falleció y él, Alberto, su marido, el día del funeral me hizo entrega de un pequeño cuaderno de tapas negras de hule que Sara había querido que yo conservara como recuerdo. Se trataba de una especie de diario donde Sara consignaba todas sus lecturas y muchas de sus impresiones. Empezaba así:


En el patio trasero del CME Ramón y Cajal, Zaragoza, diciembre de 2009. Carmen no me dijo lee Anne Moore. Carmen solo me explicó que Anne Moore iba a ser un cuento corto y luego desbordó y se convirtió en un cuento largo de más de sesenta páginas, en una especie de novela corta. Largo o corta, daba igual. Pero me lo dijo de una forma que fue como decirme lee Anne Moore, aunque ella no sabía que yo no lo había leído (y yo me sentí cogida en falta y leer Anne Moore se convirtió en un imperativo imperioso para acercarme más a Bolaño y a ella). Estoy leyendo Anne Moore. Aún no lo he terminado pero ya me siento abducida, fascinada, convencida de que después de leerlo yo ya no puedo aspirar a escribir nada que no sea mierda, que no sirva para incrementar la mediocridad de unas páginas que acabarán en la basura (o colgando de las cuerdas de algún tendedor), que nunca serán literatura, que no sirven ni para limpiarle el culo al vagabundo desconocido que duerme de noche y de día sobre los yerbajos del patio trasero de este ambulatorio (que por el caprichoso mandato de una rara enfermedad me veo obligada a visitar casi todos los días), entre mantas apolilladas que luego abandona en cualquier rincón, entre mondas de naranja, basura y botellines de plástico, sobre un colchón renegrido de podredumbre, oliendo la gasolina y el aceite que sueltan los cochecitos utilitarios del servicio de urgencias médicas aparcados en doble fila. Y quién sabe, quizá ese vagabundo (o esos vagabundos, porque en realidad yo no sé si es uno o son varios, no les veo la cara, solo los pies que asoman por debajo de una manta, sobre el colchón renegrido) sea un verdadero poeta y yo tan solo una lectora compulsiva aspirante a escribidora. Decía, sí, que he empezado a leer Anne Moore. La primera parte, “Compañeros de celda”, me ha dado miedo, miedo aprensivo, inquietud, tú ya me entiendes. Me ha recordado a Ligeia, a Morella, a Berenice. Los dientes de Berenice. Blancos, pequeños, exquisitos, marfilinos. Recuerdo que te dije, Carmen, que me gusta mucho Poe. Había un algo vampírico, necrófilo en la soledad de Sofía, en su desnudez, en el minimalismo escueto de la escenografía. “Clara” ha redundado la misma aprensión, la misma ansiedad (ese deseo de escape, escapar de uno mismo, de la vida, del cáncer, de la muerte, como si escapar nos volviera inmunes y fuese el último acto posible de dignidad, soñar con ratas, escuchar sus correteos nocturnos arañando levemente el embaldosado del piso, “verlas” en ese onírico delirium tremens que se repite cada noche, recurrente) y me ha hecho pensar en “la andaluza de los cojones”, aquella que según María Teresa Solsona Ribot le tenía sorbido el seso a Arturo Belano. ¿Y “Joanna Silvestri”? Joanna Silvestri, actriz porno capaz de amar con las entrañas, con la ternura de las entrañas, me remite a Estrella distante y al policía Abel Romero. Y ahora ya está. Lo he terminado. Yo también estoy ahí. La “Vida de Anne Moore”, no más que una vida, una vida que se busca, que a veces se encuentra y otras, se pierde, la perdemos, y queda interrumpida como todas, sin un final concluyente. Atisbos. Las claves de Bolaño. No solo los temas. Los personajes. Los hechos. Los lugares. Entretejidos como mimbres. Partes pequeñas, mínimas fracciones de un todo descompuesto que sigue siendo un todo. Símbolos. Arquetipos. Alegorías. Piezas de un puzle inacabable e inacabado. Trocitos de un enorme mural dibujado en su cabeza. Eso no me lo has explicado, Carmen, solo me lo has insinuado y se supone que yo debía saberlo o adivinarlo. Los mimbres, sí, porque leyéndole a él yo sé que Bolaño escribía de tirón, sin pararse a pensar demasiado, a lo André Breton, escritura automática, aunque examinada después con la minuciosidad obsesiva y enfermiza del perfeccionista. Con prisa pero sin prisa. Sin pausas, con pocas comas, con mucho punto y seguido. Literatura aglutinadora, aglutinada y aglutinante...

(Yo ignoraba por completo aquellas pretensiones literarias de Sara. De niñas ambas leíamos mucho... Por supuesto que después de leer esas páginas escritas por ella, yo, que no había leído nada de Roberto Bolaño, aunque como casi todo el mundo sabía que era uno de los grandes y lo conocía de oídas, compré y leí con absoluto ¿deleite? ―no, "deleite" no es la palabra adecuada, quizá sea “entrega”, entrega absoluta― ese librito de Bolaño titulado Llamadas telefónicas. Y cuando empecé a leerlo supe por la contraportada que Roberto, su autor, como Sara, también había muerto. Desde hace algo más de un año ya no leo otra cosa que no sea Bolaño).


Ilustración: "La bicicleta" de Sara Sánchez


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