El escritor que se leía a sí mismo suspiró satisfecho. Aunque no podía ver (pues, como sabemos, se había quedado ciego), había terminado de escribir su libro, un manuscrito lleno de signos ininteligibles de unas 240 páginas de extensión y profusamente, bellamente, minuciosamente ilustrado, donde el escritor había intentado plasmar la suma del saber no solo de los tiempos que a él le había tocado vivir, sino también de todos los tiempos por venir. Un libro que lo contenía todo (o eso creía él), que era a la vez tratado de botánica y herbolario, vademécum de farmacopea, compendio de astronomía y cosmología, de biología y anatomía, almanaque de predicciones históricas, políticas, económicas, astrofísicas…donde se hablaba, incluso, de otros mundos habitados en sistemas heliocéntricos, de universos paralelos, de gravitación, de agujeros negros, de átomos, de fractales, de la relatividad del tiempo, de la teoría de cuerdas, de fisión y de fusión…Una obra que podía ser considerada la formulación final del supremo arte de la alquimia, amén de amena historia sobre la vida de un escritor ciego pero clarividente tocado por la gracia del conocimiento. Un libro sobre la ciencia y sobre la magia, sobre las leyes de la teleología y del azar. Un libro sobre el alma humana proyectada hacia el infinito, pasado y futuro, no-tiempo, bucle de retorno, sinergia perfecta entre lo inmenso y lo diminuto.
Acabada su gran obra, el escritor que se leía a sí mismo decidió que había llegado el momento de dejar este mundo, de pasar a ser pasto de los gusanos que pueblan el humus fértil de la tierra o polvo estelar que vaga por espacios indefinidos, quizá finitos. Y sonrió tranquilo, seguro de que, aunque aparentemente ininteligible, llegaría un día en que los hombres, esos dioses imperfectos, alcanzarían a descifrar todo cuanto el libro contenía, pues, aunque lo había escrito sin ver, la caligrafía atendía tan solo a los impulsos de sus sueños y de su generoso corazón.
Desaparecido el escritor, en los siglos que siguieron (y atraídos por la belleza de sus dibujos y por su rara cualidad de manuscrito hermético) fueron muchos los que anhelaron poseerlo para poder descifrar sus secretos. El primero en estudiarlo fue un tal Barsabius, oscuro alquimista que vivió en Praga a comienzos del siglo XVII, quien supuso que en el libro se hallaba oculta la clave para crear un Golem. Pero Barsabius fue incapaz siquiera de imaginar la lengua en que se hallaba escrito. Tras enterarse de que Athanasius de Kos, un erudito jesuita del Colegio Romano, había publicado un diccionario de copto y descifrado los jeroglíficos egipcios, envió una muestra del manuscrito a De Kos en dos ocasiones, pidiéndole opinión. Su carta a De Kos en 1639, recientemente hallada por Aubé Bergenzund, es la mención más antigua al libro hallada hasta la fecha.
Se desconoce si De Kos respondió al pedido, pero sí que se encontraba lo suficientemente interesado como para intentar adquirir el libro (por sospechar que en él se hallaba oculta la clave del elixir de la vida), que su circunstancial propietario rehusó vender. Tras la muerte de Barsabius el manuscrito pasó a manos de su amigo Johannes Paulo Orci, a la sazón rector de la Universidad Carolina de Praga, quien creyó que se trataba de la Gran Obra donde se explicaba el secreto de la transmutación de los metales, por lo que rápidamente reenvió el libro a De Kos, del que era corresponsal. La carta de Orci (1665) se encuentra aún adjunta al manuscrito. En esta carta le ofrece el documento para su descifrado y menciona que fue adquirido por el emperador Rodolfo II de Bohemia (1552-1612) por 600 ducados de oro. La carta explica también que en la corte de Rodolfo II se atribuía su autoría a Roger Bacon (quien, como casi todo el mundo sabe, fue un docto fraile inglés de la orden franciscana que vivió entre 1214 y 1294 y uno de los primeros sabios en defender el empirismo como método científico opuesto a la escolástica).
Durante los dos siglos siguientes no encontramos menciones a la obra, aunque muy probablemente fuera conservada, junto con la correspondencia de De Kos, en la biblioteca del Colegio Romano (denominado en la actualidad Universidad Pontificia Gregoriana). Allí permaneció casi con toda certeza hasta que las tropas de Víctor Manuel II de Italia conquistaron la ciudad en 1870, anexionando los Estados Pontificios al nuevo Estado italiano. El Gobierno italiano decidió confiscar muchas de las propiedades de la Iglesia, incluyendo la biblioteca del Colegio. De acuerdo con las investigaciones de Guido Vernioni y otros, justo después de este acontecimiento muchos de los libros de la biblioteca de la universidad fueron transferidos precipitadamente a bibliotecas personales, donde quedaron a salvo de la confiscación. La correspondencia de De Kos, incluyendo el manuscrito, se encontraba entre estos libros.
Parece que alrededor del año 1912 el Colegio Romano se encontraba en una situación económica precaria y decidió vender, discretamente, algunas de sus propiedades. Así fue cómo Friedo Wylnich adquirió 30 manuscritos, entre ellos el que nos ocupa. Treinta años después de la muerte de Wylnich, en el año 1961, su viuda vendió el volumen a otro marchante de libros antiguos, llamado H. P. Kruse. Incapaz de comprender la extraña caligrafía y no pudiendo encontrar un comprador, Kruse se desentendió de él y, en 1969, donó el manuscrito a la universidad de Yale. Y ahí sigue todavía, en la sección de libros raros, envuelto en el más absoluto de los misterios y aún por descifrar ―a pesar de haber sido examinado, analizado y estudiado por los más insignes criptógrafos de nuestro tiempo, que han esgrimido sin éxito hipótesis tras hipótesis, algunas plausibles y otras muy peregrinas―, esperando a que un nuevo Prometeo regale a la especie humana el fuego del conocimiento. O quizá no. Quizá aún no estemos preparados para “saber”.
Además de a Roger Bacon, la autoría del libro se atribuyó, sucesivamente, a John Dee, matemático y astrólogo de la corte de la reina Isabel I de Inglaterra; al propio Wylnich, a quien, en ese supuesto, habría que considerar un embaucador; a Edward Kelley, extravagante alquimista del siglo XVII; a Sinapius, especialista en hierbas medicinales, médico personal de Rodolfo II y encargado de sus jardines botánicos; a Johannes Paulo Orci o al criptógrafo Nathael Missowsky… Pero solo nosotros sabemos (tú y yo, lector) que su autor fue un oscuro escritor ciego que vivió, probablemente, en el siglo XV o XVI y que intentó verter al pergamino con sus torpes signos de invidente todo cuanto sintió y soñó.
Y, a menudo, sí, cada día con más convicción, como si se tratara de una irreprimible locura in crescendo, me asalta la descabellada sospecha de que el escritor que se leía a sí mismo plasmó en su libro (a sabiendas o no; eso es irrelevante para nuestra consideración) la fórmula infinita, la llave de TODO, la ecuación de la energía libre.
(Después de muchas noches insomnes examinando legajos, documentos y otros mamotretos, en especial la Encyclopaedia Britannica en su edición de 1902, he hallado la pista del escritor que se leía a sí mismo, llamado Pello (o Pero) Vaccio, nacido en Nápoles en 1460, infatigable viajero, muerto, aunque la fecha no es segura, en 1518, en Carelia. De él se cuenta, en apenas dos líneas, que quedó ciego pero que siguió escribiendo, a pesar de su ceguera, un compendio del saber universal. Sin embargo, en la edición de 1928 de la misma Encyclopaedia no existe la menor mención a este Pello (o Pero) Vaccio. En una pequeña obrita publicada en 1999 por el finlandés Lari Löonrot y titulada Liberi, se narra el encuentro del autor con un extraño escritor muy anciano, ciego que escribe y escribe sin parar emborronando cuartillas con signos que nadie ―ni siquiera él mismo, claro―, puede leer después. Y a veces me pregunto si el escritor que se leía a sí mismo no habrá alcanzado, acaso, el don terrible de la inmortalidad).
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