(A Carmen Pérez de Vega)
Teresa Sopeña, paseo Gran Vía, Zaragoza, diciembre de 2011. Hace algunos días podaron la higuera del patio al que se asoma el ventanal del salón donde tengo instalado el tendedor y, por fin, he logrado colgar nuestra ropa sin tener que pelearme con sus ramas y con sus hojas, ahora mustias y abatidas por el frío. (Sin embargo, echo en falta la hermosura de su empuje vegetal). Hace también algunos días colgué un relato en este blog que salió fluido, sin tener que pelearme con las palabras ni con los conceptos tanto como con las ramas de la higuera. Era un homenaje a Roberto Bolaño, mi escritor. Se lo debía. Tardé mucho tiempo en decidirme a leer sus obras y cuando lo hice él ya llevaba varios años muerto; pero es que a mí, como a él, la unanimidad me jode muchísimo y tanta unanimidad de público y crítica (sobre todo de crítica, más hipócrita y más pedante que el juicio del leedor) me quitaba las ganas de abordar su lectura. Cuando lo hice me conmocionó. Me conmocionó la exuberancia de su palabra, su genialidad de narrador, su pasión literaria (patrimonio del gran escritor), pero más que eso lo que me conmocionó fue percibir que todo lo que Roberto narraba era cierto, que era su vida, con todas sus miserias y sus grandezas. La certeza de esa apreciación la sentí absoluta, sin resquicios para la duda, y la conmoción de esa certeza tan tremenda pertenecía al ser humano y no al escritor; al encuentro directo, a través de la letra impresa, con el ser humano, con un ser humano que ya ni siquiera existía en el sentido estrictamente biológico del término. Ahora leo a Roberto casi todos los días. Ninguna otra cosa, aparte de sus textos, es capaz de saciar mi apetito lector. Por eso se lo debía, le debía unas líneas, unas líneas que, para mi sorpresa, no se han diluido en la nada caprichosa e indiferente de la Red, sino que han hallado su destino, su único destino posible, los ojos de Carmen, la mano que meció la pluma, la mujer que compartió los últimos años de la vida de Roberto Bolaño. Ella, albacea de su recuerdo, que tuvo la fortuna de amar y ser amada en una de las más bellas (y también difíciles) historias de amor, me ha enviado con sutileza, con elegancia, con discreción el abrazo que no pude recibir de él. Gracias, Carmen. Todos mis pensamientos son para ti.
Las dos únicas fotografías de Carmen, envuelta en un halo de misterio y magnetismo, que he podido encontrar en Internet, además de una preciosa entrevista en la que cuenta su vida junto a Roberto, que puede leerse pulsando aquí, y un reportaje firmado por Gonzalo Maier titulado "La compañera final de Bolaño".
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