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EN VÍSPERAS DE LA CORONACIÓN DE SU REINA UNA EXPEDICIÓN BRITÁNICA CORONA LA CIMA DEL MUNDO

En la mañana de ayer, día 2 de junio de 1953, los pares británicos parecían aguardar, solemnes, el momento de encaminarse a la abadía de Westminster para asistir a la coronación de la reina Isabel.  Pero lo cierto era que todos prestaban más atención a un titular del diario The Times que a la pompa de la ceremonia. Lo que tanto les cautivaba era la sensacional noticia de que el Everest, la montaña inaccesible, la cima del planeta, acababa de ser conquistada por alpinistas británicos. Tan gloriosa empresa, concluida precisamente la víspera de la coronación de la joven soberana, pasará sin duda a la historia como el mejor de los auspicios para este nuevo reinado.
Siguiendo la información facilitada por The Times, el hecho se produjo a las 11.30 horas del 29 de mayo: el neozelandés Edmund Hillary, integrante de la expedición capitaneada por el coronel John Hunt, alcanzaba los 8.848 metros de altitud de la cúspide del Everest en compañía del sherpa Tensing Norgay, quien desplegó, atadas a su piolet, las banderas de las Naciones Unidas, del Reino Unido, de India y de Nepal, mientras Hillary realizaba algunas fotografías. «¡Vaya, hemos vencido por fin a ese endemoniado!», cuentan que exclamó este último, muy sonriente, a su regreso al campamento base.

Publicado en Le Figaro el tres de junio de mil novecientos cincuenta y tres.

Françoise se había ido a Italia y yo me sentía solo. Soñé que un viento frío me elevaba, liviano, hasta la cima del monte Everest. A mis pies, el mundo en su vastedad. Agujas afiladas cubiertas de nieve, profundos valles y abismos labrados por las aguas del deshielo, selvas, llanuras, ríos, mares, pueblos, ciudades, imperios… “Todo esto te daré si postrado me adorares”. Pero el áureo resplandor del sol ha enceguecido mis ojos. “Nada, no hay nada que tú puedas darme. Solo deseo volver a la cálida oscuridad de mi ciudad invertida”.
Y miro y veo. Multitud apretujada en un vagón. Desciendo en una estación solitaria. Sentada en un banco del andén, una mujer desconocida, gruesa y casi anciana, se descalza, frotándose los pies doloridos mientras exhala un quejido.
—¡Ay! Estos juanetes me están matando —musita, avergonzada al advertir mi presencia—. Ya ve, salgo a la calle en zapatillas y ni siquiera así…
Sí, ya veo. Sus pies y sus tobillos están terriblemente hinchados. El aspecto de la dama es pintoresco. Descalza en el banco, exhibiendo con descoco unas recias medias de punto de talones algo raídos, regordeta ella, de amplios pechos desparramados tras su rebeca de lana, frotándose piernas y pies con manos ajadas de dedos largos y finos… El rostro es todo un poema: la mandíbula, angulosa, acoge unos labios mínimos, bigotudos, mientras el óvalo de la cara se va estrechando hacia arriba, en forma de triángulo isósceles animado por las dos chispitas azules que son sus ojos, brillando como trocitos de cielo tras el parapeto de unas gafas de recios cristales graduados… El cabello  ralo, rizado, rojizo, cortado en media melena que asoma bajo las alas de un sombrerito de paja. El conjunto es, como poco, chocante… Y, sin embargo, hay en su mirada un candor que la embellece. Empleada estatal solterona, virgen con toda probabilidad, habría diagnosticado Françoise. Y sí, así es, al menos en lo que respecta al empleo y al estado civil. Ella se llama Claire, Claire Bonard, según me informa, y trabaja en los archivos de la Prefectura. En cuanto a su virginidad, apenas existe margen de error.
—Ya ve, todo el día de pie, de aquí para allá, subiendo y bajando escaleras y acarreando pilas y pilas de expedientes y carpetas. Y yo ya estoy vieja. No es trabajo para mí. Mis pobres pies…
Sonríe y me pregunta si le permitiría invitarme a un café. Del interior de su bolso extrae un termo, dos vasos de cartón encerado, una servilleta amarilla y un envoltorio grasiento que contiene pastas de anís. Con cierto aire de solemnidad, mojamos las pastas en el café. Claire parece una mujer muy glotona. Una de las pastas, empapada de líquido tibio, se rompe antes de llegar a su boca y cae con estrépito en el interior del vaso, salpicando la rebeca de lamparones de color marrón. Ella ríe como una niña.
—Siempre me pasa lo mismo. Estas pastas están demasiado blandas para mojarlas, pero a mí me gustan así, bien empapaditas en café con leche, y al final acabo manchándome la ropa… ¡Qué se le va a hacer! Soy tan golosa… Pero están muy ricas. ¿A que sí? Hechas en casa. En realidad, el café y las pastas son para Marie y Armand y su pequeño Pierre, que pasan las noches en la estación de Les Halles. Hay días que no tienen otra cosa que comer. Y también para Jean, el contorsionista de Reims que perdió el brazo derecho en el frente, en Verdun. ¡Ay! Hay tantos desfavorecidos en Sírap que no doy abasto. Quisiera ayudarlos a todos pero no puedo. Así que ya ve, me conformo con tres o cuatro. ¡Ay! ¡Qué dolor de corazón…! Bueno, me marcho. Ya llego tarde a Les Halles. Ellos me esperan. Adiós, señor. Y mucho gusto en conocerle. Espero volver a verle.
Y Claire se marcha cargada con su gran bolso, dando pasitos muy cortos, como de muñeca mecánica, y, exhalando ayees y quejidos, sube al vagón que acaba de detenerse en la estación.
Otra vez solo. Estos días la soledad me pesa. Por eso al día siguiente, llevado por un arrebato de curiosidad, acaso por una intuición o, seguramente, por el puro deseo de compañía, vuelvo a esa misma estación a esa misma hora y, ¡oh!, allí está Claire, sentada en el mismo banco, descalza, frotándose los pies otra vez, con el enorme bolso a su lado. Su imagen presentida y estrafalaria me reconforta.
—¡Vaya, pero si es usted, el mismo señor de ayer! —exclama ella al reconocerme, imprimiendo a su voz cierto atisbo de halago y coquetería—. No, no me lo diga, caballero… Déjeme adivinar… Ha vuelto usted por mis pastas. Le gustaron tanto que le apetecería comerse otra… ¿A que sí?
Y sí, le digo que sí aunque sea de mentira, porque empiezo a comprender que esta extraña mujer con pinta de solterona ridícula comparte mucho conmigo. Manías, soledad y cierta forma de mirar la vida entre cómica y dramática. Y porque acabo de darme cuenta de que ella alberga la firme convicción de que todo aquel que las prueba se rinde para siempre al delicioso sabor de sus ricas pastas de anís… Porque para Claire ofrecerlas es como ofrecerse ella misma. Las humildes pastas de anís son su dádiva generosa, su dulce contribución a un mundo que considera hostil.
Saboreamos las pastas y el café como si se tratase de un rito. El afecto es un mordisquito de pasta de anís. La amistad es otro mordisquito de pasta de anís. La confianza, un sorbo de café caliente que reblandece el borde de cartón encerado de un vaso reutilizado.
El rito se repite cada día. Entre mordisco y mordisco de tiernas pastas de anís —y alguna que otra salpicadura de café con leche en su blusa—, hablamos sin que importe mucho lo que decimos. Claire no es inteligente como Françoise. Su charla es irrelevante, insustancial, y se parece más a una relación de hechos menudos, de desgracias cotidianas y calamidades absurdas que a cualquier otra cosa. El precio de la harina y de los huevos, los apagones de luz, los melindres de su gata (una minina atigrada que lleva por nombre Luna), los comadreos y calumnias de Hortense (su vecina), el peso de los expedientes del archivo de la Prefectura, el dolor de sus pobres juanetes, que por otra parte es nada comparado con el dolor de corazón que le inflige la miseria de sus pobres Marie, Armand, Pierrot y Jean, sus protegidos (quizá como yo mismo lo sea, al menos para ella). A ratos se pone nostálgica y me hace confidencias románticas, vulgarmente románticas. Aún espera encontrar al gran amor de su vida. Quizá cuando se jubile y viaje a la Costa Azul o a Italia en busca de un poco de sol. Lo malo es que ahora los hombres que a ella le gustan son los jovencitos. ¡Qué cosas! A los dieciocho le atraían los maduros cuarentones, pero ahora se le van los ojos tras los de veinte y pocos. Gigolós. “¡Y cómo van a fijarse ellos en mí, que estoy hecha un vejestorio!”. El señor Rolain, conserje de noche en la Prefectura, viudo y próximo también a jubilarse, es su candidato más probable, pues es adicto a sus pastas y siempre la saluda con un guiño picardioso. Es seguro que desea cortejarla, pero Claire no sabe… el señor Rolain no termina de gustarle. “Es que le huele un poco el aliento”, reconoce con timidez.  También me cuenta que un día ya muy lejano, en el transcurso de una verbena celebrada en los jardines de Luxemburgo, bailó con el rey Alfonso XIII de España (que entonces ya no era rey y se hallaba exiliado en Francia) y se enamoró perdidamente de él. Soñaba con ese baile día y noche. ¡Caramba con el rey Alfonso! Diríase un hombre ubicuo. Su sombra me persigue siempre como si fuera la personificación de un modelo, el del eterno galán capaz de adueñarse sin remedio de las voluntades femeniles. ¡Así que también Claire, mi estrafalaria Claire, mi ingenua Claire, sucumbió a los encantos del tal monarca! Ella no está segura del todo, pero insiste en que si no era él, se le parecía mucho. El rostro aguileño, el bigotito, la sonrisa irónica, el porte y la simpatía. (Me alegro, me alegro mucho de que ese rey hoy sea solo un fiambre). ¡Claire! ¡Claire! No, lo importante de nuestra amistad no es lo que me cuenta; es el propio sentimiento de amistad, ese impulso cálido que me lleva día tras día, a la misma hora, a compartir unas pastas de anís en una sórdida estación de metro.
—Son almas buenas —me susurra Claire—. Marie, Armand y el pequeño Pierre… Merecen dormir en el cielo sobre colchones mullidos con plumas de alas de ángel y no sobre cartones apilados y mantas apolilladas, tirados en el suelo del vestíbulo de una estación de metro como si fueran colillas. Ya ves… La vida es injusta. A mí me gustaría hacer por ellos algo más que ofrecerles mis pobres pastas de anís. ¿Sabes?, el otro día le llevé a Marie una cartilla escolar y un pizarrín para que enseñe a leer y a escribir al niño. Ya tiene seis años y es muy listo.
Y sigue tejiendo a buen ritmo los cuatro jerséis de lana color burdeos ―horrorosos; palabra de honor― con los que piensa guarecer del húmedo frío a sus cuatro protegidos. Que no son cuatro, sino cinco, porque también hay uno para mí… 
Mi hada buena. Un hada vejestorio y miope con gafas de gruesos cristales y pies artríticos deformados por juanetes, que calza unas raídas zapatillas de franela negra.
Y, sin embargo, nada es lo que parece.
Claire, mi hada buena, terminó sus días encerrada en un manicomio, acusada de cometer el más horrendo de los crímenes.
Te lo contaré, lector, y tú mismo podrás juzgar.
Durante dos días seguidos mi amiga faltó a su cita. La supuse víctima de algún achaque liviano (al fin y al cabo, era una mujer mayor), y no me inquieté. Simplemente, por lealtad, decidí asumir sus compromisos en tanto ella no apareciera, así que compré una bandeja de brioches en un pequeño puesto de la estación del Norte y, más o menos a las ocho de la tarde, acudí a Les Halles. Mi plan era encontrar a Marie, Armand, Pierrot y Jean a fin de que no echasen en falta su ración diaria de dulces. Pero lo que encontré en Les Halles fue una abundante dotación policial y mucho movimiento de gendarmes interrogando a los transeúntes y haciendo sonar su silbato de aquí para allá. Pregunté qué sucedía a la encargada de la boletería.
—¿Cómo? ¿No lo sabe? —se sorprendió la mujer—. ¿Es que no lee usted la prensa? Lo sabe todo Sírap.
Justifiqué mi ignorancia explicando a la taquillera que regresaba de un viaje. Y, aunque eso no lo dije, ella tenía razón: llevaba dos días sin consultar la prensa, demasiado arrobado como estaba en la lectura de la última novela del escritor cubano Alejo Carpentier, una pequeña maravilla titulada Los pasos perdidos.
—Bien, dígame, ¿qué ha ocurrido? ¿Por qué este despliegue policial? —le apremié yo.
A lo que ella, dándoselas de importante, me explicó que se había cometido un cuádruple asesinato en esa mismísima estación de Les Halles.
—Yo conocía a las víctimas, ¿sabe usted? Todos mendigos, de esos que duermen sobre cartones tirados en el suelo de una galería. ¡Fíjese! Y lo peor ha sido lo del chiquillo. Solo seis añitos y morir así, envenenado con unas pastas de anís…
No quise tirarle más de la lengua pero me temí lo peor. Manifesté mi horror como lo haría cualquier ciudadano probo y me retiré de la ventanilla de la boletería. En el quiosco más cercano me hice con un ejemplar de Paris Match y con otro de Le Figaro. Se confirmaron mis sospechas. Cuatro mendigos habían sido hallados muertos en una galería de metro en las inmediaciones de Les Halles. Un matrimonio joven y su hijito de corta edad, acompañados por un varón de unos cuarenta y cinco años manco del brazo derecho, al parecer envenenados por las pastas de anís con las que una mujer (de la que se ofrecía una descripción detallada) les socorría a diario. La prensa especulaba con la personalidad de Claire, a quien ya denominaba “La dama muerte”. Y yo, a mi vez, también especulaba. Cuanto más lo pensaba, menos contradictorio me resultaba el hecho de que Claire hubiera decidido asesinar a aquellos a quienes socorría a diario. Marie, Armand, el pequeño Pierre y Jean sufrían. Y mi amiga sufría al verlos sufrir. Su amoroso paquete de pastas de anís poco podía hacer al respecto. El mal que padecían aquellos desfavorecidos era un mal complejo, un mal social de raíces profundas.
Claire fue detenida tres días después. Aceptó todos los cargos imputados y se declaró culpable. En su defensa solo fue capaz de balbucir que el propio Armand —y también Jean y Marie— le había confesado algunos días atrás que prefería morir mil veces antes que soportar la indignidad de una vida como la suya. Y Claire, mi leal y diligente Claire, se había aprestado, temerariamente, a materializar tales deseos.
El caso de “La dama muerte” mantuvo en vilo a Sírap durante algo más de dos meses, lo cual es mucho decir si tenemos en cuenta la inconstancia del favor —y del fervor— de la masa popular y la fragilidad de la memoria colectiva. Que un acontecimiento sea noticia durante más de dos meses seguidos dice mucho acerca del interés que suscita. En fin, que la opinión pública se dividió de forma irreconciliable entre quienes apoyaban su proceder, interpretándolo como la quintaesencia del comportamiento caritativo, y quienes lo vilipendiaban por hallarlo atroz y monstruoso. Muchos hablaron de eutanasia, argumentando que es indigno (y desalmado) negar a nuestros semejantes el trato que se dispensa a un perro fiel o a un caballo, los mejores amigos del hombre. Otros esgrimieron en contra que la vida humana es patrimonio divino y que admitir lo contrario sería pecado grave y tanto como volver a la barbarie; además, ¿quién y cómo decidiría quién debe morir o quién debe vivir? “La dama muerte” no era sino una vulgar asesina; e interpretar su gesto como una acción compasiva podía generar gran confusión entre la ciudadanía, pues a cualquier mal intencionado podía darle por eliminar —con impunidad— a todos sus enemigos (¡qué horror! ¿Quién lo querría?). Quienes apoyaban el proceder de Claire contestaron que si en verdad la vida humana es patrimonio divino, entonces abatir y dar muerte al enemigo en el trance de una guerra también sería pecado grave porque, al fin y al cabo, las naciones y sus gobiernos no son instituciones divinas, sino artefactos creados por el hombre, así como la pena de muerte, por no hablar de la tortura, de la intolerancia ideológica, la xenofobia y el genocidio racial, o de la terrible bomba atómica… El fantasma de las dos grandes guerras que habían asolado nuestro siglo —nuestro siglo apenas mediado; nótese, que es importante— todavía se sentía próximo.
Sí, mi querida Claire dio mucho qué hablar y qué pensar, durante más dos meses, a los habitantes de Sírap. Y después, sin que se supiera bien por qué, acaso obedeciendo al dictado de alguna ambigua y aún no formulada ley del comportamiento social, se hizo sobre ella el más absoluto de los silencios. Ni siquiera cuando Le Figaro publicó un artículo en el que daba fe de la confesión de Claire de que el crimen de Les Halles no había sido el primero, sino solo “uno más”, la culminación de una larga cadena de “actos caritativos”, resucitó el interés de los buenos ciudadanos de Sírap. Al día siguiente de la publicación del artículo en Le Figaro, el profesor Lacan, discípulo del fallecido doctor Freud, desestimó la declaración de “La dama muerte”, calificándola de delirium paranoide. Simplemente su declaración se soslayó por improbable y no se investigó. ¿A quién podía importarle, en realidad, la suerte o el paradero de una imprecisa serie de desafortunados? De todas formas, “La dama muerte” iba a pagar con su vida por la de todos ellos, fueren cuantos fueren… Un tribunal confinó a mi amiga a perpetuidad en una institución para enfermos mentales. Claire contaba entonces sesenta y un años de edad. Moriría siete después, a causa de un cáncer de páncreas, en esa misma institución de salud mental. ¿Cuántos más habrían sobrevivido Armand, Marie, Jean y Pierrot?