A través de esta entrada
quiero daros las gracias a todos por la calurosa acogida que habéis dispensado
a El árbol que crece al revés en su
primera semana de vida.
Nada me complacería más que
encontrar vuestras opiniones sobre la novela aquí, en el blog, o bien en Facebook. Os animo a ello. Pero, entretanto, me gustaría aclarar algunas
cuestiones que sobre todo “ellas” (sí, ellas, porque por abrumadora mayoría son
ellas, vosotras, las lectoras de este libro) han puesto sobre el tapete.
El
árbol que crece al revés no es un reportaje sobre Malaui. Ni
siquiera es una novela-reportaje. Es una novela-novela, es decir, una ficción
cuyo principal eje argumental se desliza por los senderos del mundo artificioso
(a veces tortuoso y, otras tantas, acertado) de la solidaridad internacional, del
problema de África, del desarraigo, la desigualdad y la descolonización en un
intento de análisis que nos lleve a la reflexión. Y todo eso, ahora sí,
ambientado en Malaui (incluida historia de amor, amistad y maternidad). Ya os
dije que la novela era fruto de un viaje y en ella están relatadas muchas
anécdotas vividas en primera persona, aunque la mayoría se deben a la amabilidad
y la locuacidad de mis anfitriones; otras son, simplemente, inventadas o
recreadas para dramatizar la trama: un ejemplo de esto último son los
personajes del padre James y del padre Héctor, inimaginables en el contexto
malauí (y no porque no puedan existir, sino porque un pastor protestante nunca
se mezclaría allí con misioneras católicas, ni tampoco se pondría a un cura como
director de una comunidad de monjas).
Y como el escenario de la novela es Malaui, os pongo algunas de las fotos que hice para ilustrar el relato.
Madres y niños. (Es lo que más abunda en Malaui)
Las "cabinas" telefónicas
El mercado de Lilongüe
El lago Malaui al atardecer
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