He salido de casa con
la esperanza de encontrar a Julia. Es una esperanza secreta, pero no vana: ayer creí
distinguirla sentada en un vagón en el tren de cercanías que recorre el
trayecto Vilanova Barcelona, a punto de llegar a la estación del paseo de
Gracia. Yo viajaba absorto y aburrido, apretado entre una adolescente locuaz que
parloteaba por el móvil sin cesar, encadenando una llamada tras otra (total
para no decir nada), y un joven magrebí de ojos soñolientos. Fue solo un
instante, pero supe que era ella. En ese mismo momento el tren se detuvo y
Julia desapareció como una sombra, tragada por la multitud que se agolpaba en
el andén. Era ella. Su mirada distraída se fijó en mí durante un segundo, sin reconocerme. No me importó. Me basta con verla y saber que sigue
fiel a su promesa. “Te juro que volveré, que estaré siempre a tu lado, que nada
ni nadie podrá separarnos”.
Ayer la vi sentada en
ese vagón. Anteayer sentí su perfume cuando cruzaba en hora punta por un paso
de peatones de la Vía Layetana y una cabellera oscura me acarició el rostro con
suavidad fugaz. Y el día anterior era ella la chica que compraba flores en ese
puestecito que hay al final del mercado de Santa Caterina. Hoy la he visto a
lo lejos, en un banco de la Rambla, bajo el frescor de los plátanos, leyendo un
libro con aire tan concentrado que no he querido molestarla. (Siempre temo
molestarla, por no romper el mágico hechizo que la mantiene a mi lado). Mañana
la veré quizá desde la ventanilla del autobús que me lleva a la oficina, caminando por una
calle abarrotada. Y pasado mañana, asomada al balcón de cualquier casa, haciéndole
guiños al sol, o tendida en la playa entre otros cuerpos, como una mujer de
arena que susurra en mi oído su promesa. “Siempre, siempre”.
No hay comentarios:
Publicar un comentario