Uno
El eco de los
porches del paseo me trae el sonido de la armónica cuatro manzanas antes de
llegar. Hace frío y la mañana es húmeda. Entre la bufanda y el gorro asoman solo
mis ojos y la punta de mi nariz. En la última esquina contengo la respiración.
Rebusco, nerviosa, el euro preparado en el bolsillo, esquivo y huidizo entre
mis dedos embutidos en gruesos guantes de lana. Traspaso la esquina y allí está
él tocando la armónica, siempre vestido de oscuro, la boina calada sobre las
gafas oscuras. Gafas de invidente ajenas a las luces que destellan a lo largo del
amplio pasaje porticado. Hoy sus labios fruncidos soplan las notas de Suzanne, de Leonard Cohen. Deposito mi moneda
con timidez dentro del sombrero hongo y él sonríe sin ver y me entrega una de sus
blancas pajaritas de papel extraída de una cajita de metal pintado.
En la esquina siguiente
desdoblo furtivamente la pajarita y leo: «Lo mismo que el papel de plata, que
una vez estrujado jamás puede volver a quedar liso, casi todos mis pensamientos
están algo arrugados».
Una vez en casa, Wikipedia
me da la respuesta. La cita es de Wittgenstein. Pero tengo más, muchas más,
guardadas todas, amontonadas en el
primer cajón de mi escritorio. «Estoy hastiado de mi
sabiduría como la abeja atiborrada de miel y tengo necesidad de que mis manos
se extiendan». Esa es de Nietzsche, Así
habló Zaratustra. También hay algunas escritas en latín, con letra pequeña, pulcra
y melodiosa: «Memoria hospitis unius diei praetereuntis» (La memoria del
huésped que solo permanece un día —viene en mi ayuda el traductor de Google—),
de Pascal, y «Nec ridere, nec lugere, neque detestari, sed intelligere» (No reír,
no llorar, no despreciar: comprender), de Spinoza. Hay otras muy breves, mis preferidas: «Aún aprendo», de
Francisco de Goya, y «Sobreponerse es todo», de Rainier María Rilke.
Dos
¿De dónde has
salido, mi querido intérprete ciego? ¿De dónde tu sabiduría densa y profunda,
mi querido mago invidente? No lo sé y quizás nunca lo sepa, pero sé que ahora mi
vida consiste en eso, en encontrarte cada día en la misma esquina, en el
milagro de tu música y tus pajaritas de papel. Ayer, tu armónica desgranaba las
notas de un tema que más que canción siento himno, Imagine, de John Lennon. ¿Y qué contaba la pajarita? «Et j’ai vu
quelquefois ce que l’homme a cru voir» (Y yo he visto alguna vez lo que el
hombre ha creído ver). Rimbaud. Hoy sopla un viento tibio y he librado mis
cabellos y mis manos de la tiranía del gorro y los guantes de lana. Hoy me
siento aún más tímida que ayer y, con las mejillas arreboladas, he rozado tus
dedos con mis dedos al coger la pajarita que tendías a una presencia invisible al
escuchar el tintineo de una moneda al caer.
«¡Un poco de pan, un poco de agua fresca,
la sombra de un
árbol y tus ojos!
Ningún sultán es
más feliz que yo.
Ningún mendigo es
más triste».
Un poema con
aroma oriental, un poema que sabe a miles de noches en blanco. Pero no, la Wikipedia,
eficiente como siempre, me ha desvelado el secreto: no se trata de Las mil y una noches, sino de unos
versos de Omar Khayyam.
Tres
Te observo desde el
bulevar central. En tu armónica suena Bluesette,
interpretada con ese pletórico virtuosismo que solo Toots Thielemans y tú sois capaces de ejecutar. Te dejas llevar por el ritmo, estiras
el cuello como buscando o te recoges hacia dentro sin cesar de tocar. Los porches
están animados, la gente pasea por la ciudad y luce el sol. Tocas tan bien que en
el sombrero hongo las monedas tintinean, lleno de ellas hasta rebosar. Pero nadie
recibe a cambio ninguna pajarita de papel. Ahora lo sé. Tus pajaritas llevan mensajes
solo para mí.
Ilustración del artista vietnamita Duy Huynh
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